“Últimamente
tengo miedo a volar. Cuando cumplí quince años mi madre me llevó a Japón. Fue
un viaje de chicas al que mi padre, siempre ocupado en los quehaceres de su
empresa, no nos acompañó. Aquel fue mi primer vuelo. Nunca después volví a
vivir unas turbulencias como aquellas, pero al ser las primeras, las tomé como algo
normal. Ahora, apenas se mueve la cabina, cambia el ruido de los motores o
simplemente se enciende la megafonía para que la tripulación hable con el
pasaje, el surco del miedo recorre cada milímetro de mi cuerpo, siempre en
tensión, en previsión de una catástrofe que nunca llega a ocurrir, pero que
deja mi cuerpo con secuelas similares. Hubo tormenta para abandonar el
aeropuerto de Dublín, el avión se meneaba más de lo normal, mientras las
ventanillas se empañaban de gotas de lluvia, que se estampaban como filos de
cuchillas por efecto de la velocidad. Yo intentaba distraerme atenazada en mi
butaca. El cuello tenso, las manos sudorosas fuertemente agarradas a los
reposabrazos y los pies presionados contra el suelo como si quisiera romperlo.
Para distraerme, pensaba, a duras penas, en los maravillosos cinco días que
había vivido junto a Ernesto.
El avión
se movió más de lo habitual. Una mujer no pudo reprimir un grito y el bebé
comenzó a llorar. Intercambié rostro de pánico con mi vecino de butaca mientras
observaba cómo las azafatas volvían a sus asientos y se abrochaban el cinturón
de seguridad. Algo va mal, pensé. Es el fin. Y me prometí, como tantas veces
antes, que si salía de ésta, no volvería a coger un avión. El breve ruido de la
megafonía que precedía a la voz humana apareció. Habló el Comandante, con voz
serena aunque yo intentaba adivinar si bajo ese tono mil y una veces ensayado
para dar seguridad al pasaje, se escondía un resquicio de inquietud o preocupación.
Inspiré hondo, retuve el aliento del miedo durante cuatro segundos y expiré
lentamente tal y como aconsejaba la revista la compañía aérea.
Volví a mis
recuerdos. Las sacudidas del avión cesaron y no escuché ruido alguno. Dudé si
los motores estarían funcionando o si, por el contrario la tormenta los hubiera
estropeado. Los pilotos están preparados para aterrizar con un solo motor –pensé-.
Claro, eso en el caso de que aún alguno funcionase. Vuelta a mi respiración,
inspirar,…, expirar. Un impacto provocó que intentase levantarme sobresaltada
de mi butaca, aunque lo impidió el cinturón de seguridad. En realidad, la
sacudida se trataba del avión “acariciando” el suelo de Madrid y me sorprendió
dormida.”
Introducción
Los analfabetos emocionales solemos
creernos los engaños perversos de
nuestra mente por reiteración, albergando
las expectativas más nefastas en
cualquier situación, o lo que es lo mismo, “padecemos de miedo a vivir”. De
esta manera, si cogemos un avión tememos que se estrelle, si nuestro hijo se va
de excursión proyectamos todos tipo de peligros en lugar de beneficios o si nos
aparece una mancha en la piel la asociamos a un tumor maligno.
En general,
cuando nos aborda un patrón de pensamiento negativo se caracteriza por la (1) reiteración del mismo o diferentes
pensamientos que nos acecha de manera constante, identificando peligros (2) improbables efecto de nuestro razonamiento
(3) distorsionado de la realidad.
Una de las mayores dificultades para combatirlos es la inconsciencia con la que nos abordan, dándoles absoluta
credibilidad y no diferenciando entre pensamiento o ilusión y realidad.
Cuando nos
aborda el pensamiento catastrofista entramos en una espiral de sufrimiento
que, en ocasiones, puede terminar afectando seriamente a nuestro equilibrio emocional. Y es que, aunque
estamos acostumbrado a entrenar nuestro cuerpo para enfrentarnos a retos
físicos o intelectuales, no lo estamos en absoluto para enfrentarnos a baches emocionales. De la misma manera
que estudiamos para afrontar un examen de cualquier índole, deberíamos de
prepararnos para enfrentarnos al pensamiento catastrofista. Pero,
desgraciadamente no hemos creado ni la cultura social ni educativa para que
esto sea así, dejando los problemas
emocionales en manos de la suerte o del buen hacer autodidacta de cada uno.
Los sabios emocionales también proyectan
escenarios catastrofistas, pero en cambio, (1) disponen de la habilidad de
hacerlos conscientes, es decir, identifican
el pensamiento individualmente para analizarlo. (2) En general, concluyen que
está distorsionado, es exagerado, o
la probabilidad de que realmente
suceda es mínima. (3) Se enfrentan a
ellos mediante la acción. Así, si
aparece una mancha en la piel consultan a su dermatólogo o cuantifican mediante
estadísticas la probabilidad de que ocurra un accidente aéreo. (4) Se centran en el momento presente, intentando disfrutar al
máximo de lo que está ocurriendo y no temiendo por lo que podría llegar a
ocurrir.
Reflexión
Y tú…¿encuentras
patrones de pensamiento negativo habitualmente? ¿eres capaz de atraparlos
conscientemente? ¿qué ocurre cuando los sustituyes por otros más racionales?
Para saber más
Identificar
el pensamiento catastrofista no es suficiente para superarlo. Es necesario
analizarlo, esclarecer la distorsión que lo fundamenta y sustituirlo por otro
más racional. En este sentido, puede ser una guía útil los trabajos de los
padres de la terapia cognitiva, Albert Ellis (Ideas irracionales) y Aaron Beck
(Distorsiones cognitivas) ya recomendados en el Mini 2: La felicidad depende deuno mismo.
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