Adolfo
Tocateja había formado una considerable cola en el Banco Marítimo del
Cantábrico la mañana de sábado que fue a reclamar una comisión a su entender
mal aplicada, por la custodia de unos valores heredados de la tía Angustias, que
había fallecido en su pueblo natal, en Huesca, apenas unos meses atrás. En realidad,
el operario de caja, un hombre entrado en años que miraba a sus clientes por
encima de sus gafas redondeadas ligeramente caídas sobre su afilada nariz,
había reconocido el error desde el primer momento, reintegrando al instante el
importe. Pero el bueno de Adolfo, no había quedado satisfecho con la
explicación y seguía platicando y platicando la injusticias de los grandes
sobre los pequeños, especialmente cuando los grandes eran bancos. Tal era el
revuelo, que hasta el joven director de la sucursal, que ni siquiera los sábados
abandonaba su traje, ofreció sus disculpas personalmente, algo que aún
enfureció más a Adolfo. La discusión se alargó algo más de veinte minutos,
cuando con exquisita educación y personal de seguridad por medio, invitaron a
Adolfo a abandonar la oficina.
Ya en la
calle, Adolfo se encontró con un vigilante de estacionamiento regulado delante
de su vehículo. El guarda redactaba una sanción por exceso de tiempo permitido.
Tras comprobar que apenas se trataba de unos minutos, Adolfo entró en cólera y
comenzó a explicar su incidente en el banco. Visto los riguroso de la sanción,
el propio agente rompió el papel y decidió pasarlo por alto. Sin embargo, como
no podía ser de otra manera, Adolfo no quedó contento y todavía permaneció en
el lugar algunos minutos más despotricando sobre el afán recaudatorio del
Ayuntamiento y su poder de estrangulación de los ciudadanos con tasas e
impuestos de cualquier tipo. Al fin y al cabo, la calle era todos y no entendía
cómo no permitían estacionar libremente allí.
Por fin,
con bastante retraso, alcanzó las instalaciones deportivas donde aquella mañana
su hijo disputaba un encuentro de fútbol, pero al llegar se encontró con el
partido terminado y su primogénito de casi doce años habiendo abandonado el
recinto presumiblemente en el coche del padre de algún compañero del equipo.
Abrumado por el poco control que ejercía el club sobre los muchachos, alcanzó
al entrenador rezagado en el vestuario y le explicó durante más de veinte
minutos la imprudencia de permitir que un menor subiese al coche de cualquiera
sin el consentimiento de su padre o tutor y le hizo responsable de cualquier
eventualidad que pudiese sucederle al muchacho.
De nuevo
en su vehículo, regresó a casa y advirtió que el portón automático del garaje
no funcionaba. Pasaba algo más de cinco minutos de las tres de la tarde. El
conserje ya había finalizado su jornada. Fruto de la irá acudió directamente al
piso del presidente de la comunidad, recordándole durante algo más de quince
minutos que si no hubiesen aprobado una reducción del tiempo de conserjería,
ahora él no se encontraría con el problema de acceso al garaje, ni tendría que
aparcar su flamante y nuevo seat León en cualquier lugar de la vulgar calle.
Finalmente,
exhausto y ya en su casa, se sentó a la mesa, delante de un plato frío y sin
compañía alguna puesto que toda su familia, incluido el futbolista, hacía
tiempo que ya lo habían hecho. En la soledad de sus pensamientos, reflexionaba
sobre aquella maldita mañana de sábado y aquel maldito mundo donde sólo él
parecía saber realizar las cosas como se debía.
Introducción
Los analfabetos emocionales necesitamos tener razón. Nos va la vida en ello.
Necesitamos convencer de nuestros
planteamientos allí donde vayamos, con la familia, con los amigos, con los
vecinos, tanto si hablamos de fútbol como si hablamos de física cuántica, del
aborto o del mejor restaurante de la ciudad.
Defender
nuestros planteamientos es lícito,
más aún cuando al compartirlos enriquecemos los de los demás y los nuestros
propios. El problema radica cuando otorgamos
mayor credibilidad a las opiniones de los demás que la propias y nos
valoramos en función de ello. “Para
aceptarme, quererme y en definitiva valorarme y apreciarme necesito que los
demás compartan mis puntos de vista, ya que yo no me valoro según mis
criterios, sino a través de los de los demás”.
Si los
demás nos llevan la contraria, la duda nos invadirá para alertarnos de que tal
vez estamos equivocados. Y reconocer que estamos equivocados en sí no es malo,
al contrario, nos ayuda a modificar, aprender y obtener mejores resultados.
Pero, los pobres emocionales no
toleramos las equivocaciones, las equiparamos con un modelo de fracaso
total de toda nuestra persona y reducimos
el valor que nos otorgamos a nosotros mismos, apareciendo la ansiedad, el
sufrimiento y la baja autoestima entre otros.
Por eso,
para los analfabetos emocionales es
tan importante tener razón, porque nos medimos
por el rasero de los demás, al que damos más credibilidad que al nuestro propio. Cuanta mayor necesidad de aprobación otorguemos a nuestro interlocutor
(padres, hermanos, amigos), mayor será
nuestra tozudez para defender nuestros planteamientos. Y como la vida no es
blanco o negro, sino que está enriquecida por la maravillosa escala de grises que cada uno de los seres humanos
aportamos, es imposible que nuestros
planteamientos sean siempre aceptados.
Los sabios emocionales, en cambio, les gusta compartir sus planteamientos y reafirmarlos con otras personas que piensen de manera similar. Sin
embargo, no necesitan convencer a
los demás de sus ideas. Simplemente las comparten y escuchan atentamente otras opiniones,
por si, fruto de la discusión y de cuestionarse sus propios planteamientos pudiese surgir unos nuevos enriquecidos.
Si por el motivo que sea, se encuentran con otra persona con un planteamiento
totalmente contrario al suyo y tras el diálogo mantienen sus posiciones
encontradas, los sabios emocionales zanjan
la discusión sin la necesidad de que su “oponente” cambie de parecer. Los
sabios emocionales no quieren cambiar a
los demás porque no necesitan su aprobación para valorarse a sí mismos.
Saben que aún en el supuesto en el que estuviesen rematadamente equivocados (si
esto pudiese existir), su valía como persona no se vería afectada, ya que los
errores forman parte del aprendizaje y del crecimiento.
Termino con
un consejo maravilloso de José Antonio
Madrigal en su libro “Gánate y
ganarás en bolsa” en referencia a algunos inversores que se resisten a
vender valores con pérdidas con tal de no reconocer que están equivocados: “Tienes que querer ganar dinero y no querer
tener razón”.
Reflexión
Y tú…¿Necesitas
siempre tener razón? ¿Defiendes siempre tus planteamientos hasta “machacar” a
tu oponente? ¿Has renunciado alguna vez a convencer manteniéndote en tus
planteamientos? ¿Qué creencias descansan detrás de tu empecinada actitud para
tener razón?
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