jueves, 26 de abril de 2018

Mini 14. Tú no necesitas tener razón.


Adolfo Tocateja había formado una considerable cola en el Banco Marítimo del Cantábrico la mañana de sábado que fue a reclamar una comisión a su entender mal aplicada, por la custodia de unos valores heredados de la tía Angustias, que había fallecido en su pueblo natal, en Huesca, apenas unos meses atrás. En realidad, el operario de caja, un hombre entrado en años que miraba a sus clientes por encima de sus gafas redondeadas ligeramente caídas sobre su afilada nariz, había reconocido el error desde el primer momento, reintegrando al instante el importe. Pero el bueno de Adolfo, no había quedado satisfecho con la explicación y seguía platicando y platicando la injusticias de los grandes sobre los pequeños, especialmente cuando los grandes eran bancos. Tal era el revuelo, que hasta el joven director de la sucursal, que ni siquiera los sábados abandonaba su traje, ofreció sus disculpas personalmente, algo que aún enfureció más a Adolfo. La discusión se alargó algo más de veinte minutos, cuando con exquisita educación y personal de seguridad por medio, invitaron a Adolfo a abandonar la oficina.
Ya en la calle, Adolfo se encontró con un vigilante de estacionamiento regulado delante de su vehículo. El guarda redactaba una sanción por exceso de tiempo permitido. Tras comprobar que apenas se trataba de unos minutos, Adolfo entró en cólera y comenzó a explicar su incidente en el banco. Visto los riguroso de la sanción, el propio agente rompió el papel y decidió pasarlo por alto. Sin embargo, como no podía ser de otra manera, Adolfo no quedó contento y todavía permaneció en el lugar algunos minutos más despotricando sobre el afán recaudatorio del Ayuntamiento y su poder de estrangulación de los ciudadanos con tasas e impuestos de cualquier tipo. Al fin y al cabo, la calle era todos y no entendía cómo no permitían estacionar libremente allí.
Por fin, con bastante retraso, alcanzó las instalaciones deportivas donde aquella mañana su hijo disputaba un encuentro de fútbol, pero al llegar se encontró con el partido terminado y su primogénito de casi doce años habiendo abandonado el recinto presumiblemente en el coche del padre de algún compañero del equipo. Abrumado por el poco control que ejercía el club sobre los muchachos, alcanzó al entrenador rezagado en el vestuario y le explicó durante más de veinte minutos la imprudencia de permitir que un menor subiese al coche de cualquiera sin el consentimiento de su padre o tutor y le hizo responsable de cualquier eventualidad que pudiese sucederle al muchacho.
De nuevo en su vehículo, regresó a casa y advirtió que el portón automático del garaje no funcionaba. Pasaba algo más de cinco minutos de las tres de la tarde. El conserje ya había finalizado su jornada. Fruto de la irá acudió directamente al piso del presidente de la comunidad, recordándole durante algo más de quince minutos que si no hubiesen aprobado una reducción del tiempo de conserjería, ahora él no se encontraría con el problema de acceso al garaje, ni tendría que aparcar su flamante y nuevo seat León en cualquier lugar de la vulgar calle.
Finalmente, exhausto y ya en su casa, se sentó a la mesa, delante de un plato frío y sin compañía alguna puesto que toda su familia, incluido el futbolista, hacía tiempo que ya lo habían hecho. En la soledad de sus pensamientos, reflexionaba sobre aquella maldita mañana de sábado y aquel maldito mundo donde sólo él parecía saber realizar las cosas como se debía.

Introducción
Los analfabetos emocionales necesitamos tener razón. Nos va la vida en ello. Necesitamos convencer de nuestros planteamientos allí donde vayamos, con la familia, con los amigos, con los vecinos, tanto si hablamos de fútbol como si hablamos de física cuántica, del aborto o del mejor restaurante de la ciudad.  
Defender nuestros planteamientos es lícito, más aún cuando al compartirlos enriquecemos los de los demás y los nuestros propios. El problema radica cuando otorgamos mayor credibilidad a las opiniones de los demás que la propias y nos valoramos en función de ello. “Para aceptarme, quererme y en definitiva valorarme y apreciarme necesito que los demás compartan mis puntos de vista, ya que yo no me valoro según mis criterios, sino a través de los de los demás”.
Si los demás nos llevan la contraria, la duda nos invadirá para alertarnos de que tal vez estamos equivocados. Y reconocer que estamos equivocados en sí no es malo, al contrario, nos ayuda a modificar, aprender y obtener mejores resultados. Pero, los pobres emocionales no toleramos las equivocaciones, las equiparamos con un modelo de fracaso total de toda nuestra persona y reducimos el valor que nos otorgamos a nosotros mismos, apareciendo la ansiedad, el sufrimiento y la baja autoestima entre otros.
Por eso, para los analfabetos emocionales es tan importante tener razón, porque nos medimos por el rasero de los demás, al que damos más credibilidad que al nuestro propio. Cuanta mayor necesidad de aprobación otorguemos a nuestro interlocutor (padres, hermanos, amigos), mayor será nuestra tozudez para defender nuestros planteamientos. Y como la vida no es blanco o negro, sino que está enriquecida por la maravillosa escala de grises que cada uno de los seres humanos aportamos, es imposible que nuestros planteamientos sean siempre aceptados.
Los sabios emocionales, en cambio, les gusta compartir sus planteamientos y reafirmarlos con otras personas que piensen de manera similar. Sin embargo, no necesitan convencer a los demás de sus ideas. Simplemente las comparten y escuchan atentamente otras opiniones, por si, fruto de la discusión y de cuestionarse sus propios planteamientos pudiese surgir unos nuevos enriquecidos. Si por el motivo que sea, se encuentran con otra persona con un planteamiento totalmente contrario al suyo y tras el diálogo mantienen sus posiciones encontradas, los sabios emocionales zanjan la discusión sin la necesidad de que su “oponente” cambie de parecer. Los sabios emocionales no quieren cambiar a los demás porque no necesitan su aprobación para valorarse a sí mismos. Saben que aún en el supuesto en el que estuviesen rematadamente equivocados (si esto pudiese existir), su valía como persona no se vería afectada, ya que los errores forman parte del aprendizaje y del crecimiento.
Termino con un consejo maravilloso de José Antonio Madrigal en su libro “Gánate y ganarás en bolsa” en referencia a algunos inversores que se resisten a vender valores con pérdidas con tal de no reconocer que están equivocados: “Tienes que querer ganar dinero y no querer tener razón”.
Reflexión
Y tú…¿Necesitas siempre tener razón? ¿Defiendes siempre tus planteamientos hasta “machacar” a tu oponente? ¿Has renunciado alguna vez a convencer manteniéndote en tus planteamientos? ¿Qué creencias descansan detrás de tu empecinada actitud para tener razón?

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