Sólo un
día después de reencontrarse con su inseparable compañera de piso durante la
universidad, Lucía, desde el orejero de su apartamento de alquiler en Londres,
pensaba que tal vez no había sido una buena idea haber invitado a Verónica a
pasar una temporada.
Sí, era
cierto que Verónica conservaba aún después de los años la chispa contagiosa de
la juventud. Y no es menos cierto que la noche anterior habían disfrutado de lo
lindo, se habían reído, habían bailado y hasta se habían emborrachado. Verónica
tenía la capacidad de rebuscar en lo hondo de su alma hasta destapar los
sentimientos más escondidos y, en general, felices. Daba igual el tiempo que
hubiera pasado, Verónica se las arreglaba con infinita naturalidad para esculpir
cada momento en su compañía como una obra de arte.
Sin
embargo, no es menos cierto que ambas tenían una alta dosis de incompatibilidad
para la convivencia. Bueno, a decir verdad, en su opinión, Verónica era
incompatible para vivir con cualquiera. Así las cosas, no sabía cómo en tan
poco tiempo, había sido capaz de desparramar toda su ropa por el apartamento,
dejando los platos del brunch desperdigados por el salón y hasta una taza de
café en el cuarto de baño. Verónica siempre había sido así. Y ella lo sabía.
Tantas y tantas discusiones durante el tiempo que compartieron piso, esfuerzo
inútil, batalla perdida, conversaciones mudas, no sirvió para cambiar nada, y
menos aún a Verónica, sino más bien para distanciarla. Y es que, si sólo
pusiese un poco de su parte para ser como los demás, sería perfecta.
Desde el
sillón, Lucía comenzó a escuchar su melodía favorita, preludio del repertorio
que a ciencia sabía que vendría detrás. La música surgía desde la habitación,
donde Verónica como tantas otras veces, utilizaba la suave sinfonía de su
saxofón para disculparse con su mejor amiga.
Introducción
Los analfabetos emocionales a menudo
pensamos que existe una única manera de
comportarse, de ser y de convivir con los demás. Es nuestra forma de ver
las cosas la correcta. Además, frecuentemente nos rodeamos de personas que piensan y actúan de la misma manera, reforzándonos aún más en nuestra
creencia. Quien se sale del camino nos ofende, nos decepciona y nos defrauda.
Utilizamos toda nuestra voluntad y esfuerzo a una buena causa, demostrar a los
demás que están equivocados y “ayudarlos” a cambiar para que se comporten como a nosotros nos gustaría.
Así, cuando escogemos pareja tenemos un prototipo en nuestra cabeza de cómo
debería de ser y, si no cumple con alguno de los criterios, nos empeñamos afanosamente en “limarlo”.
Nos ocupamos en moldear a nuestros hijos
según nuestro sistema de valores en lugar de potenciar que
escojan libremente el suyo. O quizá intentamos que nuestros amigos sean
aburridamente exactamente igual que nosotros, por si alguna diferencia nos
pudiese molestar. No sé, tal vez el amigo Felipe tenga la fea costumbre de
llegar siempre tarde y eso es, a todas luces intolerable.
Pero lo
cierto es que los sabios emocionales,
apenas gastan esfuerzo en cambiar a
nadie excepto a sí mismos, si creen que así recuperarán su paz interior. La
pretensión de cambiar a los demás, de exigirle que se adapte a nuestras
pretensiones y expectativas, además de prepotente
e infantil, es generadora de
grandes dosis de sufrimiento y estrés
para quien la aborda. Las personas son como son y esa es una buena razón para
que sean así.
En cambio,
los sabios emocionales, utilizan su fuerza interior para reconocer con
humildad que existen muchas cosas que nos desagradan
de los demás, y que éstas tienen más que ver con nuestro sistema de creencias y nuestra interpretación de la realidad
que con los demás en sí. Por eso, cuando entendemos esto, podemos disfrutar de las virtudes de los demás y
aceptar su puntos de incompatibilidad. Cuando yo cambio, todo cambia.
Reflexión
Y tú…¿crees
que los demás deberían de adaptarse a nuestras pretensiones sin están
socialmente extendidas? ¿aceptas incondicionalmente a los demás o intentas
cambiarlos?
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