jueves, 1 de febrero de 2018

Mini 4. Evita el perfeccionismo.

Fragmento 
“Me llamo Lorena. Soy pintora. Ésa es mi única extravagancia. Por las mañanas vendo juguetes en la sexta planta de El Corte inglés de Goya para pagar los recibos. Crecí en una ciudad pequeña, en el Norte. Al salir del colegio comía gusanitos en el parque y daba pan duro a los patos del estanque. Después, me sentaba frente al televisor a ver Barrio Sésamo con un bocadillo de Nocilla hasta que Casimiro me echaba a la cama. Los domingos me ponía medias y braguitas de perlé para ir a misa con mi padre a cambio de un kas de limón y croquetas de jamón en la terraza del bar de la plaza mayor.

Me gustan los vestidos ajustados y las chaquetas blancas de lana hasta las rodillas. En verano gasto vaqueros y camisetas de tirantes. Me maquillo lo justo para que no se note. Y desde que tenía 15 años, uso el mismo perfume.
Me compré un chalet a las afueras de Madrid, un adosado, porque tiene un salón y un ventanal desde el que se toca la Sierra, y un jardín con un perro, Bandido, que seduce cada noche a un gata, Lulú.
Soñé con tener mi propia banda de Rock and Roll para recorrer Argentina, Chile y Venezuela. De mi madre aprendí a curar las heridas de amor escuchando los vinilos de Gardel que aún conservo.
Discuto sólo si merece la pena que es casi nunca. Un lema: cura con la rutina lo que no puedas curar con la terapia. Adoro hacer el café los lunes, llevar a los niños al colegio, sentarme junto a la chica que lee novelas de ficción y frente al hombre que fuma en pipa amarilla en el metro. Y también, cruzarme con la anciana del moño blanco que se parece a la abuelita de Piolín a la altura de la farmacia del barrio cada día a las 15.37h. Comprar el pan, pintar un par de horas, lavar la lechuga, leer un cuento a los niños, ver la serie de abogados, mua, mua, y buenas noches, cariño.
Amanecí en la escalinata de Von Mart y vi la puesta de Sol sobre la Mezquita Azul el año que recorrí Europa con el Interrail. No pude evitar llorar cuando me tatuaron un Sol Azteca sobre mi tobillo derecho. Mi marido me enseñó que a veces lo tradicional tiene su encanto, es romántico.
He olvidado el móvil en el coche tantas veces como las llaves en casa y hasta la compra en la parada del autobús.
Conservo a mis amigas de siempre, cenamos juntas el último viernes de cada mes, entre las 8 y las 12. Siempre vuelvo a casa en taxi.
Me llamo Lorena, Lorena a secas, y nunca he hecho ninguna locura y menos aún, ninguna locura de amor. Mi deseo cumplido conformarme con lo que tengo. Mi vida recorre el surco que yo misma imaginé, planifiqué y construí. Sin cambios. Soy la hija perfecta que cumple el sueño de su padre. He vivido con el mismo riesgo que un puñado bonos del estado a 10 años.”

Introducción
Los analfabetos emocionales adoptamos conductas perfeccionistas en nuestro plano no consciente casi de manera continua en nuestro día a día. A medida que comienzas a traerlas al plano consciente, te das cuenta de lo numerosas que son y cómo influyen en tu bienestar general en todos los asuntos cotidianos y, especialmente en el laboral, donde muchos tenemos la creencia de que debemos de ser competentes todo el tiempo para ser valorados, protegidos y mantenidos en nuestro puesto de trabajo. Nos autoexigimos continuamente, en cada tarea del trabajo, en las notas de los niños y en sus actividades extraescolares, en el deporte que practicamos, en la dieta que llevamos, la ropa y apariencia que presentamos y hasta en lo eficientes que somos aprovechando nuestro tiempo de ocio. Estas conductas que se focalizan más en el objetivo idílico que en disfrutar más del camino para alcanzarlos presentan un problema, provocan sufrimiento. Y a los Pobres Emocionales no nos gusta sufrir.
Cuando no sabemos gestionar nuestro perfeccionismo, nos ponemos objetivos excesivamente ambiciosos, por encima de lo razonable, que ejecutamos con la creencia de que sólo hay un camino o solución para alcanzarlo (insisto plano subconsciente). No toleramos los errores, identificándolos con un verdadero modelo de fracaso, en lugar de una fuente de aprendizaje. Tendemos a pensar más “soy un inútil por cometer un error” a “este error me permitirá aprender para alcanzar mi objetivo”. Además, somos muy críticos evaluando nuestros resultados, porque tenemos una idea ilusoria (y por tanto inalcanzable) de cómo tiene que ser, focalizándonos en los aspectos negativos y pasando por alto los aciertos. Como consecuencia no sólo no celebramos lo conseguido, sino que tampoco disfrutamos del recorrido hasta alcanzar el objetivo. Sólo aceptamos el blanco o negro. Conseguido o no conseguido, siendo incapaces de valorar éxitos intermedios. Pero como la perfección es una fantasía, a menudo nos sentimos decepcionados, frustrados, abatidos, especialmente insatisfechos y, lo que es más preocupante, podemos adoptar manías de evitación frente a retos posteriores. De esta manera, tendemos a evitar cultivar fortalezas como la pintura, la escritura, el deporte o cualquier otra tarea que nos divierte simplemente por miedo a no alcanzar la expectativa de desempeño que nos gustaría, y que solamente habita en nuestra cabeza.
En cambio, las personas que han aprendido a lidiar con su perfeccionismo, aunque también proponen objetivos ambiciosos, celebran la aparición de errores y obstáculos. Este es el verdadero cambio de paradigma. Sí, los celebran porque les marcan el camino, comprenden que la senda hacia el desafío no es recta, ni tiene una única solución. Serán estos errores y obstáculos los que les permitirán adquirir el conocimiento necesario para ir trazando el sendero hacia su objetivo. Por lo tanto, lejos de identificar el fracaso con un modelo de derrota, lo asimilan con un modelo de crecimiento necesario y conocido desde el principio. Sería ingenuo creer que no habría dificultades necesarias.
La mala reputación que a menudo le damos a los errores procede de nuestro modelo de condicionamiento social y educativo. Evitar manías perfeccionistas y por lo tanto evitar sufrir por ellas, requiere humildad y compasión hacia uno mismo para crear un clima de aceptación ante el error, asumir que como humanos somos falibles, pero también tenemos capacidad para aprender.  
Adicionalmente, las personas que controlan su perfeccionismo, evalúan los resultados de manera más equilibrada, estando satisfechos con un trabajo “razonablemente bueno” porque saben que la perfección es ilusoria.  Valoran los aspectos positivos que han conseguido para repetirlos y celebran los éxitos alcanzados dado que da sentido al trabajo realizado. En definitiva, cuestionan sus creencias limitantes para transformar la insatisfacción permanente, frustración, abatimiento, culpabilidad, baja autoestima en satisfacción, relajación y autoestima por las tareas acometidas.
Así, un niño que entrena en un equipo de fútbol, aceptará sus errores como parte del aprendizaje del deporte, pero también disfrutará de los entrenamientos y de los partidos del día a día, con independencia del futuro que le espere como deportista. A menudo, en la Sociedad actual, nos autopresionamos y sufrimos en exceso hoy para disfrutar de un idílico futuro mañana (ser futbolista profesional).

Reflexión
Y tú…¿estás seguro de que no adoptas creencias perfeccionistas inconscientes? ¿crees que ser perfeccionista es una virtud? ¿sabes diferenciar entre perfecto y razonablemente bueno? ¿te atreves a ser razonablemente bueno? ¿qué emociones experimentas cuando eres excesivamente exigente con los trabajos realizados y por el contrario cuando te “conformas” con algo razonablemente bueno? ¿qué resultados cosechas en uno y otro caso?

Para Saber más

Sin lugar a dudas, para saber más sobre el perfeccionismo y como limita nuestras conductas y emociones diarias yo recomendaría los trabajos de Tal Ben-Shahar, profesor de Psicología Positiva en la Universidad de Harvard. Desde hace años, su curso es el más demandado por los estudiantes. A lo largo de los cuatro primeros capítulos de su libro “Felicidad”, aborda magistralmente este tema.

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