Fragmento
“Me
llamo Lorena. Soy pintora. Ésa es mi única extravagancia. Por las mañanas vendo
juguetes en la sexta planta de El Corte inglés de Goya para pagar los recibos.
Crecí en una ciudad pequeña, en el Norte. Al salir del colegio comía gusanitos
en el parque y daba pan duro a los patos del estanque. Después, me sentaba
frente al televisor a ver Barrio Sésamo con un bocadillo de Nocilla hasta que
Casimiro me echaba a la cama. Los domingos me ponía medias y braguitas de perlé
para ir a misa con mi padre a cambio de un kas de limón y croquetas de jamón en
la terraza del bar de la plaza mayor.
Me
gustan los vestidos ajustados y las chaquetas blancas de lana hasta las
rodillas. En verano gasto vaqueros y camisetas de tirantes. Me maquillo lo
justo para que no se note. Y desde que tenía 15 años, uso el mismo perfume.
Me
compré un chalet a las afueras de Madrid, un adosado, porque tiene un salón y
un ventanal desde el que se toca la Sierra, y un jardín con un perro, Bandido,
que seduce cada noche a un gata, Lulú.
Soñé
con tener mi propia banda de Rock and Roll para recorrer Argentina, Chile y
Venezuela. De mi madre aprendí a curar las heridas de amor escuchando los
vinilos de Gardel que aún conservo.
Discuto
sólo si merece la pena que es casi nunca. Un lema: cura con la rutina lo que no
puedas curar con la terapia. Adoro hacer el café los lunes, llevar a los niños
al colegio, sentarme junto a la chica que lee novelas de ficción y frente al
hombre que fuma en pipa amarilla en el metro. Y también, cruzarme con la
anciana del moño blanco que se parece a la abuelita de Piolín a la altura de la
farmacia del barrio cada día a las 15.37h. Comprar el pan, pintar un par de
horas, lavar la lechuga, leer un cuento a los niños, ver la serie de abogados,
mua, mua, y buenas noches, cariño.
Amanecí
en la escalinata de Von Mart y vi la puesta de Sol sobre la Mezquita Azul el
año que recorrí Europa con el Interrail. No pude evitar llorar cuando me
tatuaron un Sol Azteca sobre mi tobillo derecho. Mi marido me enseñó que a
veces lo tradicional tiene su encanto, es romántico.
He
olvidado el móvil en el coche tantas veces como las llaves en casa y hasta la
compra en la parada del autobús.
Conservo
a mis amigas de siempre, cenamos juntas el último viernes de cada mes, entre
las 8 y las 12. Siempre vuelvo a casa en taxi.
Me
llamo Lorena, Lorena a secas, y nunca he hecho ninguna locura y menos aún,
ninguna locura de amor. Mi deseo cumplido conformarme con lo que tengo. Mi vida
recorre el surco que yo misma imaginé, planifiqué y construí. Sin cambios. Soy
la hija perfecta que cumple el sueño de su padre. He vivido con el mismo riesgo
que un puñado bonos del estado a 10 años.”
Introducción
Los analfabetos
emocionales adoptamos conductas
perfeccionistas en nuestro plano no consciente casi de manera continua en nuestro día a día. A medida que comienzas a
traerlas al plano consciente, te das cuenta de lo numerosas que son y cómo
influyen en tu bienestar general en todos los asuntos cotidianos y,
especialmente en el laboral, donde muchos tenemos la creencia de que debemos de ser competentes todo el tiempo
para ser valorados, protegidos y mantenidos en nuestro puesto de trabajo. Nos
autoexigimos continuamente, en cada tarea del trabajo, en las notas de los
niños y en sus actividades extraescolares, en el deporte que practicamos, en la
dieta que llevamos, la ropa y apariencia que presentamos y hasta en lo
eficientes que somos aprovechando nuestro tiempo de ocio. Estas conductas que
se focalizan más en el objetivo idílico que en disfrutar más del camino para
alcanzarlos presentan un problema, provocan
sufrimiento. Y a los Pobres Emocionales no nos gusta sufrir.
Cuando no sabemos gestionar nuestro
perfeccionismo, nos ponemos objetivos
excesivamente ambiciosos, por encima de lo razonable, que ejecutamos con la
creencia de que sólo hay un camino o
solución para alcanzarlo (insisto plano subconsciente). No toleramos los errores,
identificándolos con un verdadero modelo de fracaso, en lugar de una fuente de
aprendizaje. Tendemos a pensar más “soy un inútil por cometer un error” a “este
error me permitirá aprender para alcanzar mi objetivo”. Además, somos muy
críticos evaluando nuestros resultados, porque tenemos una idea ilusoria (y por tanto inalcanzable) de cómo tiene que ser, focalizándonos en los aspectos negativos y
pasando por alto los aciertos. Como consecuencia no sólo no celebramos lo conseguido, sino que tampoco disfrutamos del recorrido hasta alcanzar el objetivo. Sólo aceptamos el blanco o negro. Conseguido
o no conseguido, siendo incapaces de valorar éxitos intermedios. Pero como la
perfección es una fantasía, a menudo nos sentimos decepcionados, frustrados,
abatidos, especialmente insatisfechos y, lo que es más preocupante, podemos
adoptar manías de evitación frente a
retos posteriores. De esta manera, tendemos a evitar cultivar fortalezas como la pintura, la escritura, el
deporte o cualquier otra tarea que nos divierte simplemente por miedo a no
alcanzar la expectativa de desempeño que nos gustaría, y que solamente habita
en nuestra cabeza.
En cambio, las personas que han aprendido a
lidiar con su perfeccionismo, aunque también proponen objetivos ambiciosos, celebran la aparición de errores y
obstáculos. Este es el verdadero cambio de paradigma. Sí, los celebran
porque les marcan el camino, comprenden
que la senda hacia el desafío no es recta,
ni tiene una única solución. Serán estos errores
y obstáculos los que les permitirán
adquirir el conocimiento necesario
para ir trazando el sendero hacia su objetivo. Por lo tanto, lejos de
identificar el fracaso con un modelo
de derrota, lo asimilan con un modelo de
crecimiento necesario y conocido desde el principio. Sería ingenuo creer
que no habría dificultades necesarias.
La mala reputación que a menudo le damos a
los errores procede de nuestro modelo de condicionamiento social y educativo. Evitar
manías perfeccionistas y por lo tanto evitar sufrir por ellas, requiere humildad y compasión hacia uno mismo para
crear un clima de aceptación ante el
error, asumir que como humanos somos falibles, pero también tenemos capacidad para aprender.
Adicionalmente, las personas que controlan su
perfeccionismo, evalúan los resultados
de manera más equilibrada, estando satisfechos con un trabajo “razonablemente bueno” porque saben que
la perfección es ilusoria. Valoran los aspectos positivos que han
conseguido para repetirlos y celebran
los éxitos alcanzados dado que da sentido al trabajo realizado. En
definitiva, cuestionan sus creencias
limitantes para transformar la insatisfacción permanente, frustración,
abatimiento, culpabilidad, baja autoestima en satisfacción, relajación y
autoestima por las tareas acometidas.
Así, un niño que entrena en un equipo de
fútbol, aceptará sus errores como parte del aprendizaje del deporte, pero
también disfrutará de los entrenamientos y de los partidos del día a día, con
independencia del futuro que le espere como deportista. A menudo, en la Sociedad
actual, nos autopresionamos y sufrimos en exceso hoy para disfrutar de un
idílico futuro mañana (ser futbolista profesional).
Reflexión
Y tú…¿estás seguro de que no adoptas
creencias perfeccionistas inconscientes? ¿crees que ser perfeccionista es una
virtud? ¿sabes diferenciar entre perfecto y razonablemente bueno? ¿te atreves a
ser razonablemente bueno? ¿qué emociones experimentas cuando eres excesivamente
exigente con los trabajos realizados y por el contrario cuando te “conformas”
con algo razonablemente bueno? ¿qué resultados cosechas en uno y otro caso?
Para
Saber más
Sin lugar a dudas, para saber más sobre el
perfeccionismo y como limita nuestras conductas y emociones diarias yo
recomendaría los trabajos de Tal
Ben-Shahar, profesor de Psicología Positiva en la Universidad de Harvard.
Desde hace años, su curso es el más demandado por los estudiantes. A lo largo
de los cuatro primeros capítulos de su
libro “Felicidad”, aborda magistralmente este tema.
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